sábado, 12 de noviembre de 2011

Sirena


Extraña noche de enero. Las estrellas observan expectantes nuestros cuerpos inmóviles ante el resplandor de la incandescente fogata que se levanta justo en frente de nosotros. Las llamas rojas, y a ratos amarillas, nos arrastran a nuevos pensamientos, a misteriosas corrientes de las cuales es difícil escapar, ya que cada acto nos atrae más y más al desconocido río de lo prohibido y de la imprevista ignorancia.
El agua amenaza con llegar hasta donde estamos pero luego retrocede atraída hacia el horizonte por una fuerza mayor. La arena intenta desesperadamente embutirse en cualquier orificio siendo cada vez más insoportable. La chica rubia de jersey rojo dice que es algo inevitable, que es el precio por estar acá.
Nadie sabe nada. Nadie sabe si lo que hacemos es correcto. Nadie sabe si escondernos de los demás traerá más emoción a nuestras inhóspitas vidas. Nadie sabe siquiera si los vagos espejismos del futuro, que nos llegan cuando la oscuridad de la noche nos impide dormir, son una breve advertencia de las consecuencias que nuestros actos desmedidos nos traerán algún día. No sabemos nada.
Nuestras miradas permanecen inmóviles ante el espectáculo que nos ofrecen las danzantes flamas de fuego hasta que, sumida en las opacas sombras nocturnas, la chica rubia con jersey rojo destapa una botella. La de chaqueta negra la sigue y comienza en alboroto. Las voces se oyen más fuerte, los movimientos son más bruscos, los pensamientos y frases son más intensos y mi cabeza se hace un revoltijo.
El tiempo corre lentamente, calmo y sereno. Pasan los segundos, los siglos, la vida entera frente a mis ojos enamorados del alegre color de un abrigo que yace tirado en el suelo. No me inmuto.
Pienso que la rubia de jersey rojo comenzó a matarme aquella noche. Comienzo a odiarla, también a las bromas incesantes, a las risas burlescas, los vómitos, el sexo desmedido y la incomprensible necesidad de que todos quieren seguir a pesar de los peligros.
Un calor intenso recorre mi pecho y mi cabeza frunciendo mi ceño y obligándome a apretar los puños. La ira me invade. Estoy limpio.
Oigo sus voces fundirse con el estallido de las olas; oigo una botella destaparse; oigo un estruendo; oigo como la arena se desplaza sin levantar sospecha; oigo su voz deslizarse desde mi oreja izquierda hasta el centro de mi psique, lo que me provoca incertidumbre.
<< ¿Se habrá confundido de persona? ¿Sabe que me habla a mi?>>
No sé cómo seguir la conversación, soy nuevo en esto pero ella de forma involuntaria me obliga a hacerlo.
<<Nademos>>, me dice, con la voz entorpecida y con su mano apoyada en mi hombro.
Me siento enfermo. Siento que me mostrará algo por lo que he esperado mucho tiempo.
Acepto su invitación y la sigo hasta la orilla, donde el agua fría trata de imponerme una barrera, un cartel de advertencia, un alto. Ignoro cualquier obstáculo y salgo detrás de ella como un perro, levantando arena, aplastando el abrigo de color bonito y dejando mis huellas marcadas en cada trecho que recorro como una señal de ayuda por si tardo en volver de la expedición en la que me adentro junto a ella.
El agua acaricia mis pies suavemente y reflexiono si estoy haciendo lo correcto, pero ella me hace señas con la mitad de su cuerpo sumergido. No puedo resistirme.
Entro a rutas desconocidas, aguas negras y misteriosas. Mi cuerpo ruge:
<< ¡Está fría!>>.
Ella lanza una diminuta carcajada.
Miro atrás y veo a los demás chicos seguir la fiesta sin mí. Es como si nunca les hubiera acompañado. Siento que no hay más opción, siento que estoy solo frente a ella y su mirada acosadora.
Prosigo con mi aventura. Hundo lentamente mi cuerpo y luego salto para tratar de entrar en calor. El frío desaparece rápidamente a medida que me acerco a su cuerpo rebosante de misterio. Cuando estoy a solo metros de alcanzar su brazo extendido, ella se aleja de a poco engendrándome más deseos de abrazarla y nunca más dejarla ir.
Mis pies tocan a duras penas el suelo y me veo obligado a flotar e impulsarme para seguirla.
<< ¿Dónde me llevas?>>, pregunto, tan ingenuo como un niño.
<<Quería comprobar algo. Quería saber si habías aprendido a ser paciente>>, me responde.
Se aleja más y más nadando de espaldas, siendo parte del agua como una sirena. La sal roza mis labios y la veo demasiado lejos para seguir. Miro atrás y el solo imaginar el hecho de llegar a la orilla se me hace imposible.
<< ¡Espera!... ¡hey!>>, grito.
Solo veo su mano alzada haciéndome señas.
Trato de tocar fondo, pero este no existe. Y de pronto, tan rápido como una bala sale de una pistola, a mi mente llega el recuerdo decisivo, desesperante y letal que hace aterrizar mi vulnerable cabeza: nunca aprendí a nadar. He llegado muy lejos
<< ¡Hey! ¡Espérame! ¡No… no puedo… no puedo nadar!>>.
Mi corazón se acelera y mis brazos salen disparados de un lado a otro pidiendo ayuda. Mis piernas se agitan tratando de inventar o recordar algún movimiento lógico para mantenerme a flote. Todo es inútil.
Olas y viento son los últimos susurros que me ofrece la vida antes de oír mi sentencia.
<<No has aprendido a ser paciente>>, dice a lo lejos.
Yo grito y grito hasta más no poder mientras el agua salada penetra por mi boca y nariz llenando mis pulmones y hundiendo mi cuerpo en las espeluznantes corrientes desconocidas del mar nocturno. En mi último esfuerzo por sobrevivir logro ver como los oscuros ojos de aquella sirena se funden con las sombras de la noche y concluyo que todo ha terminado.



Para ti, again.-

domingo, 25 de septiembre de 2011

La chica del antifaz


Eran casi las doce. El humo de cigarrillo había penetrado mi nariz tantas veces que el olor empezó a hacérseme insoportable; no había ventilación, ni siquiera rastros de aire fresco por ningún lugar; los artilugios luminosos (sobre todo una luz blanca que parpadeaba sin control) empañaban mi visión o simplemente me dejaban ciego por un instante; la bebida estrujaba mi vientre y me obligaba a correr presuroso hacia los baños donde el olor a sexo era horriblemente repulsivo.
El animador de la fiesta no paraba de repetir la aburrida y tediosa frase que tenía como intención “animarnos”; a mi alrededor habían cientos de chicos de edad igual o menor a la mía bailando al ritmo de la música de moda; mi sombra estaba perdida en algún rincón del salón donde nos encontrábamos festejando mientras yo me encontraba sofocado y abatido. Era una ocasión especial, no sé por qué. No había nada que celebrar.
Había cortado accidentalmente mi encía con el cristal de una botella rota y cada vez que acomodaba mi lengua un intenso ardor recorría todo mi cuerpo y me regresaba de los agresivos lapsos de fantasías a los que el ambiente me sometía.
Mi mirada buscaba una mujer para pasar la media noche pero no tenía muchas opciones, ya que si no estaban acompañadas, estaban fumando, sentadas cómodamente alrededor de alguna de las mesitas negras que había en la sala contigua a la del baile.
En un acto suicida decidí mezclarme en el tumulto de gente donde cada chico con su pareja se preparaba para el baile de media noche. Me sentí raro estando de pie en medio de toda la multitud mirando de un lado a otro como si fuese un extraño, como si no perteneciera allí… me sentí perdido y triste.
Por un momento pensé en largarme, pero de pronto, abriéndose camino entre un grupo de gente apareció ella, una chica misteriosa que cubría sus ojos con un antifaz. Sin siquiera consultarme me tomó de las manos y me preguntó si quería bailar con ella.
“No sé bailar”, le respondí.
Ella simplemente me miró y dijo: “solo debes seguirme”.
Tenía el ceño fruncido, pero no demostraba expresión alguna en el resto de su cara. A simple vista parecía enojada, lo que no me importó en lo absoluto porque desde ese instante, desde ese insignificante diálogo, yo solo quise estar con ella, toda la noche si era posible.
Soltó mi mano, se acercó y pegó su cadera a la mía tan perfectamente que pude crear en mi mente un mapa de todo su cuerpo. Trataba de seguir sus movimientos, pero bailaba con tanta soltura y sutileza a la vez, que me resultaba casi imposible hacerlo. A ella parecía no afectarle.
De la nada la música cambió. Un ritmo lento, suave y más fácil de seguir le daba un aire romántico a la fiesta. Eran las doce.
Las demás parejas dejaron de moverse como simios y se abrazaron, se besaron y amaron hasta más no poder. Yo miré a la chica del antifaz sin saber qué hacer y descubrí que ella me miraba de la misma forma.
“Pasa tus brazos por mi cintura, yo pasaré los míos alrededor de tu cuello”, dijo y sin pensarlo dos veces le hice caso.
Necesitaba grabar aquel momento en mi cabeza para siempre, pero en realidad estaba pudriéndome, muriendo lenta y dolorosamente.
El calor me sofocaba, me ahogaba; la herida en mi boca ardía y no me dejaba en paz; el alcohol entorpecía mis movimientos y a ratos una aguda clavada en mi vientre paralizaba mi pierna derecha.
Sorprendentemente mis dolores pasaban al olvido cuando la chica del antifaz agitaba su cabeza para quitarse el cabello de la cara y me dedicaba una sonrisa forzada acompañada de una mirada de reojo con la que se aseguraba de que yo aun estuviera allí, abrazándole.
Fue en una de aquellas miradas cuando decidí, en un aullido nervioso, preguntarle quien era.
“Una chica que solo intenta volar”, respondió, dejando descansar su cabeza en mi pecho.
“Pareces algo triste”, dije, simulando preocupación.
Ella me ignoró por un instante pero luego respondió: “Tú también lo estarías si al intentarlo te cortan las alas”.
En ese entonces supe que estaba decepcionada. Ni enojada, ni triste, ni drogada: simplemente decepcionada.
Ella supo que lo deduje, pero mantuvo la cabeza en mi pecho, quizá llorando, lamentándose o simplemente refugiándose.
La noche y la situación me incitaban a buscar sus ojos y también su boca. Sin poder predecirlo alzó la vista y casualmente su nariz topó con la mía dejándonos la oportunidad (la bendita oportunidad) para meditarlo.
La tomé por el cuello y quité lentamente los mechones de cabello que insistían en volver a su rostro. Me le acerqué, esperando una respuesta.
“Detente, no lo hagas”, exclamó de pronto, por lo que retrocedí.
Pensé unos segundos y comprendí.
“No lo haré”, dije, acercándome nuevamente para luego darle un suave y largo beso en su frente seguido de uno más pequeño y tierno en la punta de su nariz.
“Gracias por hacer eso”, susurró a mi oído tras unos segundos de silencio.
Una enorme sonrisa se dibujó en su cara, pero esta vez fue una sonrisa verdadera y llena de vida, una sonrisa que me hizo olvidar la frustración de no haber tocado sus labios.
Continuamos un largo rato abrazados muy fuerte siguiendo el lento, pero la clavada en mi abdomen comenzaba a hacerse más fuerte e insoportable que antes.
De pronto todo se tornó oscuro y solo pude ver a la chica del antifaz un poco asustada.
“¿Te ocurre algo?”, preguntó.
Mi voz se estancó en mi garganta pero aun así luchaba por salir.

“Solo… solo dame...”, murmuré sin poder concluir.
Ella se quitó el antifaz, pero antes de alcanzar a apreciar su rostro por completo, mi cabeza cayó inerte y de no haber estado abrazado a ella esta se hubiese partido en el suelo.
“¡Siento que muero!”, exclamé con la voz desfigurada e inentendible.
Sentí que mis labios se humedecían, pero era demasiado tarde.





De pronto todo se torna bello y los recuerdos del futuro azotan mi memoria con afán de alegría e inspiración. Me siento feliz en la soledad junto ellos, cuando puedo estar oculto en mi rincón, escuchando canciones que invocan recuerdos en la retina de mis ojos, amarrados a mi cabeza.
A veces quiero que se vayan… pero cuando la oscuridad de la noche asecha a los débiles, necesito de esas palabras, esas voces, paisajes, miradas. Mi alma extraña muere cada vez que descubre que esas cosas están solo en mi cabeza.
De pronto  puedo ver en la oscuridad, mientras las lágrimas inundan mi garganta y la atraviesan hasta que esta rompe en un lastimoso no-llanto.
Momentos, solo son momentos. 

sábado, 10 de septiembre de 2011

Cosas sueltas II

16 de mayo, 2009

El cielo es gris y Dios en su divinidad quiso que justo hoy la lluvia cayese sobre mí, paradójicamente, de forma endemoniada. 
Le prometí estar en su casa a las cinco de la tarde, pero un taco de enormes proporciones en la avenida principal retrasó el autobús y tuve que correr desesperadamente entre la aglomeración y la incómoda humedad para encontrar un techo protector cerca de la florería a la cual entré luego dando tres zancadas. 
Que el agua estuviese arruinando poco a poco mi abrigo color púrpura era lo que menos preocupaciones me daba, lo más importante en ese momento era que no debía aplastar ni mojar el libro que llevaba bajo el brazo, ya que era  muy importante tanto para mí como para él. Fue por eso entonces que me cercioré de mantenerlo lo más apartado posible de la gente que entraba y salía de la florería para evitando así cualquier accidente.
Luego de unos minutos a salvo de la turbulenta lluvia salí del local y gracias a mi vida dedicada al deporte, pude trotar por alrededor de trece cuadras seguidas antes de llegar al barrio donde vivía Bret. 
Eran casas modestas, de un piso, sin muchos arreglos  pero con enormes patios traseros.
Él siempre me hablaba de su patio y de sus árboles, de sus quiscos, de sus oniscideas* o de su tierra de hojas. Le encantaban las plantas. 
Mientras abría reja que separaba la calle del jardín delantero de su casa, recordé una ocasión en la que, mientras celebraba con mi familia en navidad, alguien tocó el timbre y al salir a fuera me encontré con un quisco en un macetero junto con una tarjeta que decía: “Cuídala, se llama igual que tú”. 
Quizá no era el momento adecuado para recordar eso, pero valla que me ayudó a combatir los nervios mientras decidía si golpear la puerta café barnizada o salir corriendo. 
He llegado a imaginarlo así.
Al cabo de unos segundos golpeé suavemente dando cinco tañidos y de forma instantánea me abrió su abuelo. 
Retrocedí un paso al ver la expresión agria de su rostro y al notar que no me permitiría decir palabra alguna antes que él. 
-Bret te dejó esto, -dijo entregándome una hoja arrugada y muy maltratada, la cual recibí con mucha pena. 
Luego de eso el viejo me cerró la puerta en las narices. 
Atónita, abrí la hoja de papel y la leí bajo la lluvia a pesar de que sabía con antemano lo que en ella había escrito: 
“Tardaste mucho”. 
Agaché la cabeza. 
-Lo siento tanto Bret, -murmuré bajo el cielo gris de aquel 16 de mayo. –No sabes cuánto.


*Comúnmente conocidos como "chanchitos de tierra".

Cosas sueltas

Aún podía verla. Estaba a mi lado, sentada y mirando las nubes que avanzaban lentamente por el cielo azul de aquella tarde veraniega. A pesar de que el sol nos daba de lleno en la espalda el viento que corría era espeluznantemente fresco, lo que a ratos ocasionaba que un sorpresivo e inesperado escalofrío recorriera todo mi cuerpo.
Su cabello suelto se movía de forma salvaje junto a los pequeños torbellinos que se formaban a la altura de su cara; sus ojos titilaban desorbitados ante el infinito; sus manos jugaban con las pequeñas piedras que recubrían las grietas dejadas por el tiempo en la madera de las líneas férreas y sus pies pateaban ocasionalmente los envoltorios de galletas y el envase de jugo de naranja que yacía vació junto a una caja negra.
Cada instante tenía más ganas de abrazarla pero estaba muy distante. Creo que estaba perdida.
“Lo hecho hecho está”.
-¿Tienes frío? –preguntó al ver que tiritaba.
-Sí, -respondí.
-Abrázame, -dijo.
Dudoso apoyé mi cabeza sobre su suave chaleco de lana. Sentía sus dedos acariciar mi espalda, sus pies empinados para parecer más alta, su respiración forzada y también mi corazón… oh mierda, mi corazón latía como un diablo.
-¿Bret? ¿Qué te ocurre? –preguntó.
-¿Por qué?
-Tu corazón late muy rápido, me da miedo.
-Pues... no lo sé. Creo que está bien, -dije, intuyendo que ella obviamente sabía la razón de los acelerados latidos. -supongo es un corazón fuerte, -concluí al cabo de unos segundos.
Hubo un extraño momento silencioso en donde nuestras miradas no se despegaron la una de la otra. De pronto comenzó a deslizar suavemente sus dedos por mi pecho acercándose tanto que podía apreciar nítidamente los pellejos de sus labios partidos.
-Podría matarte golpeándote aquí, –murmuró simulando un puñetazo- justo ahí, en tu corazón.
-No lo harás ahora ¿cierto? –pregunté.
-No lo haré jamás.
-Entonces... ¿Qué harás?
-Lo que estás pensando hacer tú, –afirmó
Se acercó tanto como pudo a mi boca. Yo retrocedí.
-Sabes que lo haría, sabes que no debemos, no me tientes y yo no lo haré. –dije.
Ella cedió a mi petición y volvió su mirada hacia el horizonte dándome la espalda.
Yo solo esperé. 
  
Recuerdo ese día 
¿Recuerdas ese día?
¿Lo recuerdas tan claro como yo?

martes, 1 de febrero de 2011

Sueños


Calle larga, día soleado. Calor, no bajo la sombra del árbol de jacarandá. Una banca deteriorada. Tierra y un perro ladrando. Los autos pasan a gran velocidad, una vieja observando todo, un gato inmóvil. La panadería, una bicicleta solitaria. Dos jóvenes abrazados en la banca: Rodrigo e Ignacia. Ambos se miran entre si y no se percatan de lo que sucede a su lado. Viven su momento. De espalda a ellos sentado en la misma banca, Francisco. Mira el suelo y se despeina para luego volverse a peinar. Mirándole está Barbará, a mi lado derecho. Yo, de pié en la banca esperando a que el perro negro ladre otra vez. A mi izquierda, Elisa mirando de lado a lado y agitando su cabello.
El perro no ladró y el gato siguió inmóvil. Bárbara tomó mi brazo, me asusté y con mi mano toqué a Elisa en la cabeza.
-¿Por qué lo hiciste? –Preguntó ella.
-Disculpa, fue sin querer. –Respondí.
Ella me miró, y yo la miré pero desvié la vista luego de un rato.
-Tonto. –Dijo.
La miré fijamente, y repitió lo que había dicho una y otra vez. Bárbara la empujó y ella se calló. Se miraron. Tensión. Empujones. << ¿Te duele cierto?>>, preguntaba Bárbara <<Es más alto ahora>>. La furia en sus ojos, la mano en alto y la disposición a hacer algo que no quería.
La detuve. Me miró. El perro ladró. El gato se puso a correr.

La música rápida. Una superestrella, la playa. Arena, gente y Lars Frederiksen en un camino de tierra habla conmigo. Cuenta su historia.
Un lugar con gente, pero todos lo dejan, todos corren a sus casas. Yo trato de subir, pero no puedo moverme, hay una pared invisible.
Un camino, una opción difícil de seguir. No puedo subir, me resbalo con pequeñas piedras. Aparece un tipo de negro de entre los árboles, me ayuda a subir. Le agradezco y mientras lo hago el perro ladra y el gato se pone a correr.

Sueños.

martes, 4 de enero de 2011

El ventanal de los sueños rotos



Yo vivía muy acomodado junto a mamá, papá y mi hermana mayor en el departamento número 10 en el medio de la ciudad. Mi ventana daba hacia el estacionamiento de una funeraria, nada del otro mundo, solo que algunas veces les mataba las pasiones a algunas mujeres que invitaba a mi habitación.
Una tarde de miércoles, mamá y papá me dieron a conocer que a final de mes viajarían a España, por motivos que nunca me explicaron o bien, nunca quise escuchar.  Pasaron los días y yo, completamente apartado en mi habitación decorada con los mejores afiches de películas famosas, acorralado por mil fantasmas del cine, ni siquiera sentí cuando mis padres y mi hermana se fueron. Me arrepentiré de aquello toda mi vida, pues días después me enteré que el avión en que viajaban sufrió un desperfecto y nadie sobrevivió al accidente. Fueron momentos duros, me quedé solo, no conocía más familiares, tampoco tenía muchos amigos y los pocos que tenía estaban preocupados del ingreso al primer año de la universidad y mi novia nunca supo apoyarme en mis decisiones y nunca estuvo conmigo cuando la necesité. El departamento quedó vacío, por las noches creía escuchar las risas de mamá y de sus amigas, los quejidos de papá por su dolor de espalda, o las conversaciones telefónicas de mi hermana, pero luego despertaba de mi alucinación y me daba cuenta de la triste realidad.
Según la orden del juez, debía quedarme los dos meses que me quedaban para irme a la universidad, junto al familiar más cercano, y el único que tenía era un tío alcohólico del cual la sicóloga sintió asco y repulsión, por lo tanto rogó al juez que buscara algún otro familiar.
Encontraron a otra, era la madrina de bautizo de mi hermana y vivía en un pueblo cercano a la cuidad. Gertrudis, la tía Gertrudis, así se llamaba y cuando digo que se llamaba es porque ya está muerta. Me enviaron a vivir por los dos meses donde ella. Después de pasar a comprar una soda y una hamburguesa junto a la sicóloga, llegamos a la casa de la tíay bueno… era una enorme casa de madera a orillas de un río muy ancho, era un paisaje muy paradisiaco y estimulante.
La sicóloga me acompañó hasta la puerta, la cual nos abrió una señora un poco vieja, pero firme.
-Buenos días, estimados. –Dijo con euforia.
-Buenos días… ¿Señora Gertrudis?
-Llámame tía, pequeño, ti - a. –Exclamó revolviéndome el cabello.
-Buenos días, le he traído a este joven­. –Dijo la sicóloga sonriendo. -Y ahora está en sus manos señora Gertrudis.
-No te preocupes, no le faltará nada aquí.
-Si no les molesta, debo marcharme, tengo que atender a una chiquilla que intentó suicidarse.
-No te preocupes, ve a ayudar a las personas que te necesitan. –Dijo la tía Gertrudis.
 -Bien… entonces me retiro. –dijo.  –Cualquier cosa que necesiten, solamente me telefonean.
-Sí, no te preocupes, adiós.
La sicóloga subió a su auto y partió hacia la cuidad por el descuidado camino de tierra.
-Vamos, entra ¿Quieres un vaso de leche?
-No gracias, acabo de comer una hamburguesa. –Dije entrando a la cocina de la enorme casa.
-Bueno, espera en la cocina mientras traigo la llave de tu habitación.  –Dijo saliendo.
Me quedé sentado allí, acariciando el mantel que cubría la mesa de la cocina. Era suave, suave, suave… suave como la melodía que comenzaba a oír. Era Mozart, no había duda… pero ¿De dónde venía? No era de esas casas en las que esperas encontrar radios o televisores. Me levanté y dejé guiar mis pasos hacia el origen de la melodía. El piso de madera estaba muy bien cuidado, tanto así que, el color café llegaba a relucir. Había una chimenea en medio de la sala de estar y encima de ella habían retratos de (creo yo) la tía Gertrudis cuando era más joven, además de un candelabro. De pronto cambié mi vista hacia el finar de la sala, y en un rincón una muchacha deslizaba suavemente sus dedos por las teclas de un elegante piano de cola. Era delgada y de pelo negro (Es lo único que pude observar de ella en ese momento). Me acerqué con total naturalidad a su lado y me quedé observando cómo tocaba. En ningún momento me miró de la forma que yo miraría a un extraño que se acerca a mí mientras hago algo cotidiano en mi casa.
Todo iba bien, hasta que se equivocó en una nota, y todo quedó en silencio.
-Necesitas practicar mucho más si quieres sorprenderme. –Exclamó de pronto la tía Gertrudis.
Miré a mis espaldas y estaba de pie junto a la chimenea agitando una llave entre sus dedos.
-Yo creo que está bien, digo… hay gente que no puede tocar ni la primera línea. –Dije.
-Sí, pero a mí no me impresiona en lo más mínimo, toma aquí tienes la llave de tu habitación. –Dijo entregándome la llave que sostenía en su mano. –No la pierdas, no tengo más copias.
-Bueno, ¿Está en el segundo piso?
-No hijo, en el tercero.
Pues… no me sorprendió en lo más mínimo que la casa tuviese tres pisos, tres enormes pisos porque donde yo estaba en ese momento, del suelo al techo habían al menos 5 metros.
-Bien ¿puedo ir a dejar las cosas?
-Claro, dile a Flor que te lleve a tu habitación, yo tengo un horno que vigilar. –Dijo saliendo hacia la cocina.
Me quedé callado mirando a la chiquilla a la que la tía Gertrudis había llamado Flor. Ella estaba totalmente quieta frente al piano, sin tocar ninguna tecla. Me aproximé para hablarle, pero ella se me adelantó y lo hizo primero.
-Si te llevaré, no te desesperes. –Dijo con la vista clavada en las teclas del piano.
-Yo no estoy… desesperado.
Se puso de pié, guardó las partituras en una carpeta roja y caminó hacia una escalera (que yo no había visto) y ascendimos hasta el tercer piso. En el trayecto no dijo nada, y tampoco pude ver completamente su cara que, hasta ahora me era un completo misterio.
En el tercer piso (el más pequeño en longitud) había dos grandes habitaciones conectadas por un baño, una de esas habitaciones era la que yo utilizaría.
-Llegamos. –Dijo.
Entré a la habitación y me sorprendí de lo amplia que era. Había dos armarios, una cama, una mesita de noche y una ventana que daba a las copas de los árboles.
-Linda vista ¿Tu pieza también tiene una tan hermosa como esta? –Pregunté.
-¿Quieres verla?
-Por supuesto que sí. –Dije siguiendo a la chiquilla que me guiaba hasta su habitación.
Al llegar a la puerta (que quedaba muy cerca de la mía), traté de ver su cara, pero se movió para abrir la puerta y no pude hacerlo. Entramos y mis ojos no pudieron soportar la luz que penetraba por un enorme ventanal redondo ubicado en medio de la habitación.
-Bueno, esta es ¿Te gusta? –Preguntó y yo no sabía cómo responderle que estaba maravillado, que el hermoso ventanal me había dejado atónito. –Si no te gusta…
-Sí, me encanta. –Dije, mirándola.
Ella volvió su rostro hacia mí y si antes estaba maravillado y atónito, ahora estaba sin habla. Era hermosa, no se me ocurre otro adjetivo para describirla. Su pelo (como a lo dije antes) era negro, sus ojos oscuros y penetrantes, tez blanca y fina, pecas, labios rosados… ¿Qué más podría exigir? Lo único que me llamó la atención en su rostro fueron unas marcas opacas, un poco grises para su tez pálida, unos pequeños “senderos” que aparecían en los ojos y comenzaban a desaparecer cerca de su boca.
-Eres muy linda. –Le dije y se volteó sonrojada a mirar por el ventanal.
Yo me puse a su lado y contemplé el paisaje más hermoso que habían percibido mis ojos hasta ese momento.
-¿Te llamas Flor? -Pregunté
-Flor de Luna ¿Y tú?
-Sebastián.
-Lindo nombre. –Murmuró.
Su voz era agradable e inocente en comparación a la mía que había vivido de todo, desde lo más infantil y básico hasta lo más oscuro y bizarro. Mirando por el ventanal logré divisar entre medio de los árboles, una cabaña un poco desmoronada al otro lado del río.
-¿Quién vive en esa cabaña? –Pregunté.
-Nadie, está abandonada desde que tengo memoria. –Dijo sin tomarle importancia a lo que decía.
-Y… ¿Se puede cruzar el río y llegar allá?
-Sí, es algo difícil porque el puente que usábamos para llegar al otro lado fue arrastrado por el río en el invierno y lo reemplazamos por unas tablas que no son de confiar.
Desde el pasillo del segundo piso, se oyó la voz de la tía Gertrudis llamándonos a la sala de estar.
-¿Ella no sube aquí?
-No mucho, es algo muy cansador para ella.
Bajamos entonces hasta el primer piso, donde la tía Gertrudis nos esperaba con un té de hierbas y unas galletas que ella misma había preparado. Nos sentamos alrededor de la mesita de centro y la tía Gertrudis comenzó a preguntarme sobre mi vida y sobre cosas sin mayor relevancia.
Después de eso, salí de la casona por la puerta principal y observé de frente la maravillosa estructura.  Era perfecta, todas sus secciones encajaban perfectamente, además era imposible no observar el perfecto ventanal. Lo observé y lo observé por unos interminables veinte segundos, hasta que descubrí que detrás de él, alguien me estaba observando a mi… era Flor de Luna, que al darse cuenta de que la había descubierto, se ocultó inmediatamente donde mis ojos no lograban verla.
Sonreí y me dirigí al río a ver el puente y al encontrarlo descubrí  que era muy débil y angosto pero servía para llegar al otro lado. Puse un pie sobre él, luego el otro y di un paso pero cuando estaba a punto de dar el segundo, vino a mi mente la imagen de las oscuras marcas en las mejillas de Flor de Luna y estuve a punto de caer al lodazal que se había formado a las orillas del río. Desistí en ese momento de la idea de cruzar el río y volví a mi habitación.
Desde mi ventana tenía una bella vista de las copas de los árboles enrojecidas por el atardecer, pero no veía el sol ponerse entre los cerros y quise averiguar si desde el ventanal de la habitación de al lado podía tener una mejor vista.
La verdad es que no sabía dónde estaba Flor de Luna pero entré sigilosamente de todas formas.
Traté de cerrar la puerta con el mayor cuidado posible pero se me resbaló de la punta de los dedos y se cerró de golpe.
-¿Mamá? ¿Por qué has subido hasta acá? –Preguntó Flor de Luna saliendo de una pequeña habitación (que era un armario) llevando puesta solo unos jeans negros y sus bragas en la parte de arriba. Se quedó perpleja al ver que no era su madre quien estaba en la pieza, si no yo observándola igualmente perplejo.
-¡Perdón! ¡Perdón! ¡Yo no quise entrar! –Exclamé cubriéndome los ojos con las manos y pensando que la chica gritaría pidiendo ayuda,  pero cogió rápidamente una blusa que estaba tirada en el suelo.
-Tranquilo, tranquilo, ya puedes mirar. –Dijo después de habérsela puesto.
-Discúlpame por favor, yo solo quería mirar el atardecer.
-No te preocupes… ¿Querías ver el atardecer?
-Eh… sí, porque desde mi pieza solo se ve el cielo rojo.
-Pues míralo, yo estaré en el armario vistiéndome. –Dijo entrando nuevamente al armario.
La verdad es que tuve muchas ganas de ir a espiarla al armario, pero me contuve y me distraje con el atardecer. Después de un rato salí de ahí.
A las nueve de la noche, la tía Gertrudis me llamó para cenar. Llevaba puesto un extravagante vestido dorado con lentejuelas destellantes.
-¿Se pone vestido para cenar? –Pregunté con curiosidad, aunque más que curiosidad, era asombro.
-Sí, es la parte más importante del día, porque puedes unirte espiritualmente con la familia.
-Disculpe si yo no traigo puesto un traje, pero no sabía…
-No te preocupes, no tienes que ser igual a nosotras. –Dijo saliendo a la cocina.
-¿Nosotras?
En ese momento bajó por la escalera Flor de Luna, llevando puesto un hermoso vestido negro, muy simple y muy ceñido al cuerpo lo que hacía resaltar su esbelta figura. Para no parecer un animal, omití todo comentario en ese momento a pesar de que en mi mente había una fiesta de frases listas para salir.
Nos sentamos alrededor de la mesa (Flor de Luna en frente de mí) y la tía Gertrudis dirigió una breve oración de agradecimiento. Comenzamos a comer y no dejé de mirar a Flor de Luna y como devoraba su lasaña, hasta que en medio de mis pensamientos oí la voz de la tía Gertrudis.
-¿Quieres jugo de naranja? –Preguntó luego de tragar.
-Eh… bueno.
-Hija ¿Puedes traer el jugo? Está en la cocina.
-Sí, mamá. –Dijo poniéndose de pie y saliendo hacia la cocina.
Estaba usando tacones no muy altos, pero tacones al fin y al cabo y su peinado era totalmente simple.
-Se ve linda ¿No crees? –Preguntó de pronto la tía.
-Sí. –Murmuré con lasaña en la boca y la tía sonrió. –Es una buena chica.
Yo solo la miré unos segundos y luego proseguí en mi misión de tragar la lasaña.
Después de comer, me recosté en la cama, pensé en todo lo que había ocurrido en aquel día y en unos minutos apagué la luz.
Nunca había dormido tan cómodo en una cama que no fuera la mía. Estaba muy bien soñando con osos polares, pero el jugo de naranjas me obligó a bajar al baño del segundo piso.
Cuando volvía de mi viaje nocturno noté que la puerta de la habitación de Flor de Luna estaba entreabierta. No sabía si estaba así cuando pasé al baño, cosa que me pareció muy espeluznante y apresuré mis pasos, pero antes de empujar la puerta (mi puerta), oí algo que nunca había logrado escuchar naturalmente, pero era de noche, y en la noche hasta el silencio tiene su propia melodía.
Traté de quedarme lo más quieto posible hasta volver a escucharlo, pero los segundos pasaron y no oí nada más. En el mismo instante en que me di por vencido, volví a escuchar aquel sonido. Esta vez logré asimilarlo: Era un sollozo, Flor de Luna estaba llorando.
Metí mi cabeza en su pieza y susurré su nombre sin tener respuesta, así que me decidí a entrar. Allí estaba, de pie frente al ventanal, sosteniendo una pequeña almohada en sus manos y llorando en ella.
-¿Te encuentras bien? –Pregunté asustado.
-Perdón si te desperté.
-No importa. –Dije. -¿Quieres que llame a tu mamá?
No, no la llames. –Respondió certeramente. –Y… si quieres que te cuente, te advierto que es algo extraño y largo de explicar.
-Pues… tenemos tres horas y media de oscuridad, así que no te preocupes por el tiempo.
-Bueno…  de todos modos omitiré algunas cosas para no hacerlo tan largo. –Dijo. –Esto ocurrió hace un poco más de cinco años. Una noche después de una cena, volvíamos a casa y papá estaba muy ebrio quería seguir bebiendo aquí en la casa. Mamá le decía que se detuviese pero no le hacía caso, yo solo tenía diez años y lo único que hacía era llorar y gritar sentada en la escalera. De pronto papá salió de la casa llevándose a mi hermano mayor que trató de rehusarse, pero mi papá le amenazó con golpearle y se fueron en la camioneta a la ciudad… lo último que nos dijo fue que estaba arrepentido de tener una familia como nosotros. Me vine a mi pieza a llorar en el ventanal y a las tres y media de la madrugada, mamá vino aquí y me contó la desgracia más grande que he vivido.
Yo no sabía qué hacer, ella estaba ahí contándome la razón de su llanto y yo trataba de entender, trataba de pensar algo para decirle después, pero no lograba razonar y lo peor de todo es que suponía que ahora venía la parte más trágica del relato.
-Si quieres… puedes omitirlo. –Dije en un fallido intento por ayudarla.
-Mi papá y mi hermano… ellos murieron. –Dijo reventando en llanto. –Un camión los embistió de frente y no hubo tiempo para reaccionar.
Ahora sí que estaba sin habla. Algo estaba viniendo a mí, una idea, pero ella lo hizo primero, ella me abrazó primero.
-Desde entonces lloro todas las noches a las tres y media, es algo incontrolable, solo pasa. –Dijo cuando se separó de mí.
-¿Por eso… tienes estas marcas? –Dije deslizando mi dedo por su mejilla.
-Sí... son fruto de mi tristeza… -Dijo tomando mi mano. -No le puedes decir a mamá, ella piensa que ya lo superé.
-Cuenta conmigo.
Fue una noche muy larga, me enteré de  muchas cosas como que ella tenía quince años, que su mamá no permitía que entraran hombres a la casa (ya que recordaba la presencia de su esposo y de su hijo) y que yo era el primero, ya que decidió que era hora de dar un gran paso.
Conversamos hasta que salió el sol y en ese entonces me dijo:
<<Gracias>>.
Yo le sonreí y me fui a mi pieza.
Dormí solo cuatro horas más, así que cuando me levanté, cargaba con unas enormes ojeras.
-¿Dormiste mal? –Me preguntó la tía Gertrudis cuando fui a desayunar.
-Sí, me costó conciliar el sueño.
-Ya te acostumbrarás. –Dijo poniendo en frente de mí un vaso de leche y un pan con queso. –Flor de Luna está en el huerto, podrías ir a ayudarla cuando termines.
-Cómo no. –Dije asintiendo con la cabeza.
Tragué tan rápido como pude la leche y salí de la casa hacia el huerto (aún masticando el pan). No fue muy difícil encontrarlo, estaba al costado izquierdo de la casa y allí estaba Flor de Luna, de rodillas metiendo tierra en un macetero.
-¿Necesitas ayuda?
-Sí, que bueno que hayas venido.
-Dime para que soy útil. –Dije con una enorme sonrisa en la cara, pero todo quedó en un incomodo silencio.
-Pues, para escucharme. –Murmuró al cabo de unos eternos segundos. –Y si puedes me ayudas a poner este montón de maceteros en cuatro filas.
La tensión desapareció e hice la tarea con mucho placer. Yo pensé que la conversación que mantendríamos sería igual a la de la noche, pero solo hablamos de cosas a las que sinceramente, no les hallé ningún sentido.
La hora de almuerzo y la tarde se pasaron volando, cualquier momento se pasa volando cuando uno piensa. Suelo quedarme horas mirando un punto fijo sin darme cuenta, imaginando cosas que me gustaría que pasaran, y desde que perdí a mi familia, imaginando que están vivos. ¿Está mal hacerlo? La sicóloga dijo que sí, que debía superarlo y dejar atrás todo eso porque me hacía mal. Pero yo me pregunto: ¿Quién mierda es ella para meterse en mi cabeza? Pues nadie, mi amigo. Cuando tienes un problema nadie sabe lo que tú sientes, creen saberlo y quizá siempre atinen, pero nadie nunca sabrá lo que pasa por tu cabeza antes de dormirte, cuando la oscuridad te penetra por la piel, cuando tus pensamientos no te dejan dormir porque son tan intensos que puedes escucharlos en el aire. Ninguna de las dos sicólogas que he tenido en mi vida ha entrado en mi cabeza, pero no sé cómo una niña/mujer, lo hizo tan fácilmente… sí, hablo de Flor de Luna.
Tan cegado estaba por ella, que decidí ir a su habitación para conversar, o simplemente para verla.
Y ahí estaba, sacando unas cajas del armario. Yo la ayudé y nos recostamos en su cama a conversar. Estuvimos así por media hora hasta que la tía Gertrudis nos avisó que en un rato la cena estaría lista.
-Debo vestirme. –Dijo Flor de Luna.
-Entonces me voy. –Dije levantándome.
-Si quieres quédate, pero no me mires.
-Está bien.
Me di vuelta y ella comenzó a vestirse. La oí darse mil vueltas por la habitación, mientras yo al igual que el día anterior, hacía lo imposible para no mirarla.
-¿Me ayudas con el cierre? –Me preguntó y yo volteé enseguida a ayudarla.
Al apoyar mis manos en sus hombros descubiertos, ella saltó y dijo:
 << ¡Ay, que frío estás!>>.
Yo sonreí, subí lentamente el cierre hasta el tope y olí su cabello.
-¿Te gusta el olor de mi cabello? Deberías oler perfume que me puse en el cuello. –Dijo volteando hacia mí.
Alzó su cabeza y yo hundí mi cara en su cuello, dejándome llevar por la combinación perfecta de un suave perfume y el olor natural de Flor de Luna. Sin siquiera pensarlo lo besé una y otra vez, subiendo lentamente, oyendo las risitas de regocijo de ella y pequeños gemidos, hasta que nuestras narices se juntaron.
-Hazlo. –Murmuró, y lo hice, la besé sin ningún pudor.
A la hora de la cena, ella se sentó a mi lado y mientras la tía Gertrudis estaba distraída, ella me tomó la mano y entrecruzamos los dedos. Yo la miré y ella también, fue todo muy raro, raro pero placentero.
Después de cenar, cuando se apagaron todas las luces, me fui directamente a la habitación de ella y allí continuamos besándonos. Ella aún llevaba puesto su vestido, lo cual me hacía las cosas más excitantes incluso que la misma situación, pero hubo un momento en que me detuve, me detuve porque ella se detuvo.
-¿Qué ocurre? –Pregunté mientras le besaba el cuello.
-Yo… yo nunca…
-¿Tu nunca?
-Yo nunca… lo he hecho. –Murmuró.
-Oh Dios. –Dije alejándome de ella y poniéndome de pie.
-Perdóname.
-No, no importa ¿Quieres que me valla?
-No, quédate… podemos conversar. –Dijo, tratando de buscar una solución a la agobiante situación de la que habíamos sido participes.
Y así lo hicimos, conversamos aunque me sentía muy incomodo y ni me imagino cómo se sentía ella.
Estuvimos recostados en su cama y acaricié su cabello hasta que se durmió, yo también me dormí luego de un rato. Desperté de golpe con una extraña sensación.  Comencé a palpar la cama pero Flor de Luna no estaba. De pronto vino a mi cabeza la razón: Ella estaba llorando.
Me levanté rápidamente y fui donde ella. La abracé, la besé, le dije que por solo un momento tratara de no llorar, de olvidar, le dije que todo en la vida tenía solución y para mi suerte, ella dejó de llorar.
-Gracias. –Me dijo en un abrazo.
-Hay algo que no puedo explicarme.
-¿Qué cosa? –Dijo separándose de mí.
-¿Es posible llorar tanto y que por eso… se te oscurezca la ruta de tus lagrimas? ¿Es real?
-Yo no sé si sea posible o sean reales mis marcas pero… ambos las vemos, son tan reales como queremos que sean.
-¿Y si queremos que no estén?
-Podríamos intentarlo algún día.
La acompañé a la cama y estuve con ella hasta que se durmió. Me fui a mi habitación no sin antes besarla en la frente.
Desperté, bajé a almorzar porque era muy tarde, me bañé y me tendí de espaldas en mi cama a escuchar música. No tenía otra cosa que hacer, Flor de Luna no estaba. Le pregunté a la tía Gertrudis por ella y me dijo que se había levantado muy temprano y que había salido hacia el pueblo. No tuve mucho que hacer sin ella en la casa así que ayudé a la tía con sus quehaceres.
Dormí un rato en mi cama antes de la cena y solo en ella pude ver a Flor de Luna, quien había llegado mientras dormía.
La tía Gertrudis la sometió a un interrogatorio del cual se zafó en base a puras mentiras, o eso supuse debido a sus ojos desesperados, respuestas rápidas y manos temblorosas.
Después de cenar, como si fuera una costumbre de mil años, fui a la habitación de ella a preguntarle donde había estado, pero evadió mis preguntas de la misma forma que con su mamá.
-¡Vamos, dime dónde estabas! –Dije en una pequeña carcajada.
-Ya te dije que fui al pueblo.
-No te creo.
-Déjame en paz por favor. –Dijo un poco molesta.
Yo la miré extrañado y me aprontaba para irme, pero ella tomó de mi mano.
-Espera, tengo que mostrarte algo. –Dijo conduciéndome hasta la puerta y luego por el pasillo con mucha prisa.
-¡Hey despertaremos a tu mamá! –Exclamé en un susurro mientras bajábamos por la escalera al primer piso.
-Cállate. –Exclamó con una enorme sonrisa en la cara.
Salimos de la casa por la puerta de la cocina y nos pusimos a correr hacia el puente. Cuando llegamos a él, la miré extrañado.
-¿Quieres que cruce?
-Sí, que crucemos. –Dijo empujándome hacia las endebles tablas puestas allí como puente.
Exhalé aire y crucé sin perder el equilibrio. Mi compañera lo hizo de igual forma.
-¿Dónde me llevas? –Pregunté con un poco de miedo.
-Ya lo veras.
Nos adentramos corriendo al bosque por un olvidado sendero entre los arbustos y después de caminar un poco llegamos a la vieja cabaña que yo había divisado a lo lejos desde el enorme ventanal.
-¿Por qué me trajiste hasta aquí? –Pregunté mirando mi entorno y descansando.
-Ven, entremos. –Dijo haciendo caso omiso a mi pregunta y tomándome nuevamente de la mano.
Abrió la puerta y entramos. Yo esperaba inhalar una nube de polvo, pero no fue así, ella había limpiado la cabaña y la había hecho habitable para los dos.
-Pasé todo el día ordenándola. –Dijo cerrando la puerta.
La cabaña no era muy amplia, estaba dividida en dos habitaciones: La primera era la más grande y es donde estaba la puerta y estaba llena de cosas viejas. La segunda era pequeña y solo tenía un colchón en medio de ella.
Entramos a la habitación pequeña. Flor de Luna me miró y yo no sabía que carajos decirle, hasta que de pronto vino a mi cabeza la pregunta que estaba esperando que se me ocurriera.
-¿Y para qué es el colchón?
-Para... dormir juntos quizá. –Dijo sentándose en él con una pequeña sonrisa en la cara.
Me senté junto a ella. Le tomé la mano y se la acaricié; ella me besó y yo la seguí; comencé a besarla en el cuello y… me detuve.
-No quiero terminar como anoche. –Dije. –No quiero que estés incomoda.
-No te he dicho nada. –Dijo y se mordió el labio, cosa que me excitó mucho y sin pensarlo me quité la (poca) ropa con la que andaba y bajé el cierre del vestido de Flor de Luna y se lo quité. Me puse encima de ella y al igual que antes de besarla por primera vez, ella murmuró:
<<Hazlo>>.
Y como la vez anterior, lo hice, en realidad lo hicimos, hicimos el amor.
Desde allí en adelante, todo fue color de rosa. Por las noches nos escapábamos a nuestro nido y lo hacíamos sin ninguna vergüenza, sin miedo a nada. Fueron buenos tiempos. La Tía Gertrudis nunca lo supo, y si lo supo nunca nos dijo nada.
Fueron los mejores dos meses de ese año, lamentablemente debía ir a la universidad y la última noche que estuve con ella le dije que volvería a su casa todos los veranos, pero nada la consolaba.
-No me dejes. –Dijo mirando hacia la ventana.
-No te estoy dejando, pero debo ir a la universidad.
-No quiero volver a llorar. –Dijo y recordé que ella lo había dejado de hacer desde la primera vez que hicimos el amor.
-Si no quieres, no lo harás. Confía en mí. –Dije deslizando mi dedo por su esbelta cintura.
-Te amo.
-Yo también, y no habrá ningún día en que no esté agradecido por habernos conocido.
-Te salió una rima. –Dijo riendo.
-Me gusta verte reír.
Y después de esa noche me largué de ese lugar, pero cumplí mi promesa y volví al año siguiente. Todo iba perfecto, pero para el próximo verano (cuando Flor de Luna tenía diecisiete años), el destino me tenía preparada una sorpresa.
Llegué y me encontré con un tumulto de gente fuera de la casa, entre ellos policías y paramédicos.
-Amigo, ¿Me puede decir qué ocurrió? –Pregunté a un anciano que estaba fuera de la casa observando lo ocurrido.
-La vieja Gertrudis murió, eso escuché yo, no sé nada más ¿Tu sabes que le pasó?
Bajé inmediatamente de mi auto (me lo había comprado hace unos meses) y ni si quiera me preocupé por apagar el motor ni tampoco de contestarle al anciano que me seguía preguntando lo que había ocurrido. Corrí hasta la casa, pero los policías no me dejaron entrar por más que les insistí. Busqué el ventanal y allí estaba Flor de Luna, situada entre la sombras y llorando como no había hecho hace tiempo.
Le hice señas con las manos indicándole que bajara, que tenía ganas de abrazarla y que no llorara, pero agitó su cabeza de un lado a otro indicándome que no lo haría. Intenté subir nuevamente, pero el policía hijo de puta no me dejó hacerlo. Tenía ganas de llorar, me sentía impotente y lo único que hice fue escribir en un papel que no se preocupara que la llevaría conmigo ahora que estaba sola, sin familia. Le entregué ese papel a una policía, le dije que se lo pasara a Flor de Luna y me fui.
Volví al día siguiente, ya no había policías, pero me encontré con unos tipos hablando con Flor de Luna. Eran dos abogados y un tipo muy mal vestido, con barba y olía a alcohol.
-¿Quién es ese tipo? –Pregunté a Flor de Luna cuando terminó de hablar con los abogados y con el extraño hombre.
-Es mi tío. –Respondió preocupada. –Tiene mi custodia.
-¿Qué?
-Soy menor de edad, tiene que cuidarme.
-Flor de Luna… -Exclamé, tomándome una pausa. -Puedes venir conmigo, el departamento en la ciudad ahora es mío y podemos vivir ahí.
-Lo sé, leí tu papel… pero él es un familiar y aunque no quiera, debe vivir conmigo. –Dijo y estalló en llanto. –Lo siento tanto, no sé si podrás venir acá y verme como lo hacías antes.
Yo la abracé hasta que su tío la llamó y le dijo que entrara. Le dije adiós y la besé, fue un beso muy desabrido, un beso sin ningún color. De haber sabido que nunca más la vería, le hubiera besado con más ganas, pero en ese momento comprendí que no podía hacer nada más, comprendí que no debía volver a aquella casa y así lo hice. Aquel verano no me contempló más por aquellos lugares. Fue uno de mis peores años, en la universidad no podía concentrarme, algo me decía que debía volver, pero ignoré mis pensamientos durante algún tiempo y logré olvidar las recomendaciones de mi subconsciente.
Todo fue distinto cuando comenzaron días calurosos después de la universidad. Aquel afán y necesidad de volver a aquella casa fueron más fuertes y esa vez no ignoré mis pensamientos.
Partí hasta la casa con la idea de que Flor de Luna no querría hablarme o que ya no me amaría como antes, pero cuando llegué hasta el costado de la casa (por la puerta de la cocina) me di cuenta de que posiblemente no había nadie. El pasto y los arbustos estaban muy descuidados, tuve que esquivar varios de ellos para llegar hasta la cocina. La puerta estaba abierta, pero no entré. Como era de día y era muy temprano pensé que Flor de Luna estaría en el huerto. Fui hasta allá, pero no había nadie, estaba todo hecho un desastre. Me pareció muy extraño lo que estaba descubriendo a medida que avanzaba por la casa, así que sin más preámbulo me dirigí (con un poco de miedo a no sé qué) hasta la habitación de Flor de Luna. Estaba vacía, y al igual que el huerto, era todo un desastre. Estaba dándome por vencido en mi búsqueda, hasta que a un lado de la cama descubrí una hoja que tenía algo escrito, era una carta, una carta que estaba esperándome.

“Tengo miedo, mucho miedo. Mi tío quiere irse al extranjero y lo peor de todo es que quiere llevarme con él. Todo ha sido un asco desde que él llegó, han sido los peores días de mi vida. Tengo que soportar día a día sus estúpidas exigencias y su olor a mierda, su apestosa boca que huele a los mil demonios, sus malos hábitos y sus constantes ganas de besarme. Ha irrumpido varias veces en esta habitación, me ha manoseado mientras duermo… o finjo que duermo porque me cuesta conciliar el sueño, ha hecho obscenidades conmigo junto a sus amigos que pasan metidos en esta casa. Está arruinando mis esperanzas de ser feliz, de tener una vida normal y linda junto a Sebastián. He tenido muchas intenciones de matarme y dejar todo hasta aquí, pero resisto, resisto todo, desde la muerte de mamá hasta las violaciones de mi tío, resisto solo porque sé que Sebastián vendrá y me sacará de esto, él me salvará, estoy segura.
Podría escribir sobre él toda la noche, pero acabo de escuchar a mi tío subir por la escalera, de seguro viene borracho a tocarme con sus horrendas manos que huelen a orina. Es mejor que guarde esto y continúe mañana”.

No había continuación, busqué por toda la casa, pero no encontré nada más.
Allí estaba yo, mi amigo, llorando junto al ventanal, preguntándome cómo era posible que existiera una persona tan repugnante, como pudo hacerle esas horribles cosas a una chiquilla, preguntándome… ¿Dónde estará Flor de Luna?
Rato después me levanté y me fui de allí. Me prometí a mi mismo no volver jamás, era por mi propio bien. Entregué la carta a la policía y se abrió la búsqueda del paradero de Flor de Luna y su tío. Nunca se logró esclarecer nada.
Después de terminar la universidad, conocía una chica y me casé con ella, teniendo al año siguiente una hija, a la que llamamos Ángela.
Por extraños motivos, cuando hacía el amor con mi mujer, gritaba a los vientos ¡Oh Flor de Luna! ¿Dónde estás? Obviamente mi mujer nunca supo que significaba, tampoco me lo preguntó. También por las noches soñaba con el ventanal, pero luego de un tiempo todo se me olvidó. Hice una vida normal junto a mi familia y gané un buen puesto de trabajo en una empresa. Mi mujer me amaba y yo a ella, todo iba bien, excelente mejor dicho, hasta que Ángela cumplió quince años. Desde ese día comencé a decirle Flor de Luna (no sé por qué, simplemente pasaba) y me sentí atraído por ella, por mi propia hija. Llámame cerdo, cretino, asqueroso o animal, pero nunca le hice ni le dije nada, eso murió en mi cabeza… pero era igual a ella, era igual a Flor de Luna, me la recordaba hasta en el más mínimo detalle.
Cuando eso pasó, cuando me sentí atraído hacia mi hija, supe que había algo que superar, supe que debía dar un gran paso.
Subí a mi auto y viajé hasta la enorme casa en la que había iniciado todo. Los cimientos y estructuras estaban intactos, lo distinto era el entorno. Los arbustos y enredaderas se habían apoderado del primer piso y hasta había roto algunas ventanas para poder entrar a la casa.
En mi ascenso por la escalera fui acompañado por ratas inofensivas que se espantaron cuando salté sobre la madera del tercer piso.
Entré a la habitación de Flor de Luna. Estaba igual a como la había visto por última vez, solo que con más polvo, mucho más polvo.
Caminé dando vueltas en círculos por la habitación hasta que supe que era hora de hacer lo que me había propuesto. Bajé rápidamente a la cocina y cogí del suelo un banquillo de metal y lo llevé hasta arriba. Observé por última vez el paisaje a través del cristal y con todas mis fuerzas arrojé el banquillo contra él y rompí en mil pedazos aquel hermoso ventanal. En cada trozo creí ver cada momento que viví con Flor de Luna, desde que la escuché mientras tocaba Mozart en el piano de cola, hasta cuando nos amamos una calurosa noche de verano en una cabaña abandonada… me liberé completamente, mi amigo.
Conforme me fui alejando de los restos del ventanal, se fueron borrando aquellos recuerdos, me fueron dejando en paz los fantasmas nocturnos y emocionales. Con una sonrisa, di una última mirada a aquella enorme casa y abandoné ese lugar. Nunca más volví, te digo la verdad, mi amigo, esas tierras jamás volvieron a ser pisadas por mí, ni por nadie de mi familia. Superé el problema, dejé atrás toda la mierda que no me dejaba tranquilo, di un paso, un gran paso.
Y bueno, si alguna vez piensas que no podrás olvidar a un amor, sobre todo si sufriste, estás equivocado. Si te alimentas y vives solo de tus fantasías, emociones, recuerdos y experiencias, también estás equivocado. Si piensas que nada te afecta, que nadie te puede tocar, que siempre saldrás ileso, estás absolutamente equivocado porque el futuro se altera a conforme haces cosas, por más mínimas que sean. Y si crees que todo es gratis que nunca pagarás por tus actos, deberías matarte, porque todo tiene un precio, el mío fue destruir ese ventanal, pero luego de eso descubrí que todavía quedaba algo por destruir, todavía había alguien que me recordaba a Flor de Luna… oh si, hablo de Ángela. Descubrí que debía acabar con ella. Como te dije antes… es el precio, mi amigo, es el precio.