domingo, 25 de septiembre de 2011

La chica del antifaz


Eran casi las doce. El humo de cigarrillo había penetrado mi nariz tantas veces que el olor empezó a hacérseme insoportable; no había ventilación, ni siquiera rastros de aire fresco por ningún lugar; los artilugios luminosos (sobre todo una luz blanca que parpadeaba sin control) empañaban mi visión o simplemente me dejaban ciego por un instante; la bebida estrujaba mi vientre y me obligaba a correr presuroso hacia los baños donde el olor a sexo era horriblemente repulsivo.
El animador de la fiesta no paraba de repetir la aburrida y tediosa frase que tenía como intención “animarnos”; a mi alrededor habían cientos de chicos de edad igual o menor a la mía bailando al ritmo de la música de moda; mi sombra estaba perdida en algún rincón del salón donde nos encontrábamos festejando mientras yo me encontraba sofocado y abatido. Era una ocasión especial, no sé por qué. No había nada que celebrar.
Había cortado accidentalmente mi encía con el cristal de una botella rota y cada vez que acomodaba mi lengua un intenso ardor recorría todo mi cuerpo y me regresaba de los agresivos lapsos de fantasías a los que el ambiente me sometía.
Mi mirada buscaba una mujer para pasar la media noche pero no tenía muchas opciones, ya que si no estaban acompañadas, estaban fumando, sentadas cómodamente alrededor de alguna de las mesitas negras que había en la sala contigua a la del baile.
En un acto suicida decidí mezclarme en el tumulto de gente donde cada chico con su pareja se preparaba para el baile de media noche. Me sentí raro estando de pie en medio de toda la multitud mirando de un lado a otro como si fuese un extraño, como si no perteneciera allí… me sentí perdido y triste.
Por un momento pensé en largarme, pero de pronto, abriéndose camino entre un grupo de gente apareció ella, una chica misteriosa que cubría sus ojos con un antifaz. Sin siquiera consultarme me tomó de las manos y me preguntó si quería bailar con ella.
“No sé bailar”, le respondí.
Ella simplemente me miró y dijo: “solo debes seguirme”.
Tenía el ceño fruncido, pero no demostraba expresión alguna en el resto de su cara. A simple vista parecía enojada, lo que no me importó en lo absoluto porque desde ese instante, desde ese insignificante diálogo, yo solo quise estar con ella, toda la noche si era posible.
Soltó mi mano, se acercó y pegó su cadera a la mía tan perfectamente que pude crear en mi mente un mapa de todo su cuerpo. Trataba de seguir sus movimientos, pero bailaba con tanta soltura y sutileza a la vez, que me resultaba casi imposible hacerlo. A ella parecía no afectarle.
De la nada la música cambió. Un ritmo lento, suave y más fácil de seguir le daba un aire romántico a la fiesta. Eran las doce.
Las demás parejas dejaron de moverse como simios y se abrazaron, se besaron y amaron hasta más no poder. Yo miré a la chica del antifaz sin saber qué hacer y descubrí que ella me miraba de la misma forma.
“Pasa tus brazos por mi cintura, yo pasaré los míos alrededor de tu cuello”, dijo y sin pensarlo dos veces le hice caso.
Necesitaba grabar aquel momento en mi cabeza para siempre, pero en realidad estaba pudriéndome, muriendo lenta y dolorosamente.
El calor me sofocaba, me ahogaba; la herida en mi boca ardía y no me dejaba en paz; el alcohol entorpecía mis movimientos y a ratos una aguda clavada en mi vientre paralizaba mi pierna derecha.
Sorprendentemente mis dolores pasaban al olvido cuando la chica del antifaz agitaba su cabeza para quitarse el cabello de la cara y me dedicaba una sonrisa forzada acompañada de una mirada de reojo con la que se aseguraba de que yo aun estuviera allí, abrazándole.
Fue en una de aquellas miradas cuando decidí, en un aullido nervioso, preguntarle quien era.
“Una chica que solo intenta volar”, respondió, dejando descansar su cabeza en mi pecho.
“Pareces algo triste”, dije, simulando preocupación.
Ella me ignoró por un instante pero luego respondió: “Tú también lo estarías si al intentarlo te cortan las alas”.
En ese entonces supe que estaba decepcionada. Ni enojada, ni triste, ni drogada: simplemente decepcionada.
Ella supo que lo deduje, pero mantuvo la cabeza en mi pecho, quizá llorando, lamentándose o simplemente refugiándose.
La noche y la situación me incitaban a buscar sus ojos y también su boca. Sin poder predecirlo alzó la vista y casualmente su nariz topó con la mía dejándonos la oportunidad (la bendita oportunidad) para meditarlo.
La tomé por el cuello y quité lentamente los mechones de cabello que insistían en volver a su rostro. Me le acerqué, esperando una respuesta.
“Detente, no lo hagas”, exclamó de pronto, por lo que retrocedí.
Pensé unos segundos y comprendí.
“No lo haré”, dije, acercándome nuevamente para luego darle un suave y largo beso en su frente seguido de uno más pequeño y tierno en la punta de su nariz.
“Gracias por hacer eso”, susurró a mi oído tras unos segundos de silencio.
Una enorme sonrisa se dibujó en su cara, pero esta vez fue una sonrisa verdadera y llena de vida, una sonrisa que me hizo olvidar la frustración de no haber tocado sus labios.
Continuamos un largo rato abrazados muy fuerte siguiendo el lento, pero la clavada en mi abdomen comenzaba a hacerse más fuerte e insoportable que antes.
De pronto todo se tornó oscuro y solo pude ver a la chica del antifaz un poco asustada.
“¿Te ocurre algo?”, preguntó.
Mi voz se estancó en mi garganta pero aun así luchaba por salir.

“Solo… solo dame...”, murmuré sin poder concluir.
Ella se quitó el antifaz, pero antes de alcanzar a apreciar su rostro por completo, mi cabeza cayó inerte y de no haber estado abrazado a ella esta se hubiese partido en el suelo.
“¡Siento que muero!”, exclamé con la voz desfigurada e inentendible.
Sentí que mis labios se humedecían, pero era demasiado tarde.





De pronto todo se torna bello y los recuerdos del futuro azotan mi memoria con afán de alegría e inspiración. Me siento feliz en la soledad junto ellos, cuando puedo estar oculto en mi rincón, escuchando canciones que invocan recuerdos en la retina de mis ojos, amarrados a mi cabeza.
A veces quiero que se vayan… pero cuando la oscuridad de la noche asecha a los débiles, necesito de esas palabras, esas voces, paisajes, miradas. Mi alma extraña muere cada vez que descubre que esas cosas están solo en mi cabeza.
De pronto  puedo ver en la oscuridad, mientras las lágrimas inundan mi garganta y la atraviesan hasta que esta rompe en un lastimoso no-llanto.
Momentos, solo son momentos. 

sábado, 10 de septiembre de 2011

Cosas sueltas II

16 de mayo, 2009

El cielo es gris y Dios en su divinidad quiso que justo hoy la lluvia cayese sobre mí, paradójicamente, de forma endemoniada. 
Le prometí estar en su casa a las cinco de la tarde, pero un taco de enormes proporciones en la avenida principal retrasó el autobús y tuve que correr desesperadamente entre la aglomeración y la incómoda humedad para encontrar un techo protector cerca de la florería a la cual entré luego dando tres zancadas. 
Que el agua estuviese arruinando poco a poco mi abrigo color púrpura era lo que menos preocupaciones me daba, lo más importante en ese momento era que no debía aplastar ni mojar el libro que llevaba bajo el brazo, ya que era  muy importante tanto para mí como para él. Fue por eso entonces que me cercioré de mantenerlo lo más apartado posible de la gente que entraba y salía de la florería para evitando así cualquier accidente.
Luego de unos minutos a salvo de la turbulenta lluvia salí del local y gracias a mi vida dedicada al deporte, pude trotar por alrededor de trece cuadras seguidas antes de llegar al barrio donde vivía Bret. 
Eran casas modestas, de un piso, sin muchos arreglos  pero con enormes patios traseros.
Él siempre me hablaba de su patio y de sus árboles, de sus quiscos, de sus oniscideas* o de su tierra de hojas. Le encantaban las plantas. 
Mientras abría reja que separaba la calle del jardín delantero de su casa, recordé una ocasión en la que, mientras celebraba con mi familia en navidad, alguien tocó el timbre y al salir a fuera me encontré con un quisco en un macetero junto con una tarjeta que decía: “Cuídala, se llama igual que tú”. 
Quizá no era el momento adecuado para recordar eso, pero valla que me ayudó a combatir los nervios mientras decidía si golpear la puerta café barnizada o salir corriendo. 
He llegado a imaginarlo así.
Al cabo de unos segundos golpeé suavemente dando cinco tañidos y de forma instantánea me abrió su abuelo. 
Retrocedí un paso al ver la expresión agria de su rostro y al notar que no me permitiría decir palabra alguna antes que él. 
-Bret te dejó esto, -dijo entregándome una hoja arrugada y muy maltratada, la cual recibí con mucha pena. 
Luego de eso el viejo me cerró la puerta en las narices. 
Atónita, abrí la hoja de papel y la leí bajo la lluvia a pesar de que sabía con antemano lo que en ella había escrito: 
“Tardaste mucho”. 
Agaché la cabeza. 
-Lo siento tanto Bret, -murmuré bajo el cielo gris de aquel 16 de mayo. –No sabes cuánto.


*Comúnmente conocidos como "chanchitos de tierra".

Cosas sueltas

Aún podía verla. Estaba a mi lado, sentada y mirando las nubes que avanzaban lentamente por el cielo azul de aquella tarde veraniega. A pesar de que el sol nos daba de lleno en la espalda el viento que corría era espeluznantemente fresco, lo que a ratos ocasionaba que un sorpresivo e inesperado escalofrío recorriera todo mi cuerpo.
Su cabello suelto se movía de forma salvaje junto a los pequeños torbellinos que se formaban a la altura de su cara; sus ojos titilaban desorbitados ante el infinito; sus manos jugaban con las pequeñas piedras que recubrían las grietas dejadas por el tiempo en la madera de las líneas férreas y sus pies pateaban ocasionalmente los envoltorios de galletas y el envase de jugo de naranja que yacía vació junto a una caja negra.
Cada instante tenía más ganas de abrazarla pero estaba muy distante. Creo que estaba perdida.
“Lo hecho hecho está”.
-¿Tienes frío? –preguntó al ver que tiritaba.
-Sí, -respondí.
-Abrázame, -dijo.
Dudoso apoyé mi cabeza sobre su suave chaleco de lana. Sentía sus dedos acariciar mi espalda, sus pies empinados para parecer más alta, su respiración forzada y también mi corazón… oh mierda, mi corazón latía como un diablo.
-¿Bret? ¿Qué te ocurre? –preguntó.
-¿Por qué?
-Tu corazón late muy rápido, me da miedo.
-Pues... no lo sé. Creo que está bien, -dije, intuyendo que ella obviamente sabía la razón de los acelerados latidos. -supongo es un corazón fuerte, -concluí al cabo de unos segundos.
Hubo un extraño momento silencioso en donde nuestras miradas no se despegaron la una de la otra. De pronto comenzó a deslizar suavemente sus dedos por mi pecho acercándose tanto que podía apreciar nítidamente los pellejos de sus labios partidos.
-Podría matarte golpeándote aquí, –murmuró simulando un puñetazo- justo ahí, en tu corazón.
-No lo harás ahora ¿cierto? –pregunté.
-No lo haré jamás.
-Entonces... ¿Qué harás?
-Lo que estás pensando hacer tú, –afirmó
Se acercó tanto como pudo a mi boca. Yo retrocedí.
-Sabes que lo haría, sabes que no debemos, no me tientes y yo no lo haré. –dije.
Ella cedió a mi petición y volvió su mirada hacia el horizonte dándome la espalda.
Yo solo esperé. 
  
Recuerdo ese día 
¿Recuerdas ese día?
¿Lo recuerdas tan claro como yo?