Fuera del bosque, más allá del horizonte delineado por los
interminables bordes oscuros de las copas de los árboles contrapuestos con el ahora
tinte rojizo del atardecer, el mundo que alguna vez conocimos se caía a pedazos cada vez más rápido.
Nunca lo supimos hasta que unas cuantas cenizas se esparcieron sorpresivamente
cayendo desde el cielo revoloteando por encima de nuestros cuerpos,
adhiriéndose como sanguijuelas y opacando cada superficie, distrayéndonos de la
contemplación por aquellas
plantas esclerófilas que formaban parte del paisaje.
Así como vuelve a brotar el bosque con más fuerza desde las cenizas, hoy vuelvo
a soñar que en medio de la densa oscuridad de las noches puedo alcanzarte,
tocar tu cara con mis manos y de alguna forma ser uno los dos otra vez.
Ese día caminamos durante horas bajo el sol para llegar al bosque, parando de
vez en cuando a descansar y ventilar el sudor que se acumulaba entre nuestras
espaldas y las mochilas repletas de agua y comida que cargábamos o
sencillamente para maravillarnos con alguna de las tantas aves que nos
visitaban de forma efímera durante la travesía. Nos gustaba caminar hasta que
se acabaran las rutas. Jamás nos detuvimos, incluso si dolían los pies. Caminábamos
hasta desaparecer entre los lugares que ya nadie quería visitar, los que poco a poco resultaron demasiado
corrientes y fueron desechados por el resto de las personas. Allí estábamos tú
y yo rescatando la belleza, a veces implícita, de aquellos parajes olvidados.
Las horas pasaron tan rápido que no reparamos en el esfuerzo ni en los raspones
y rasguños ocasionados por las puntiagudas ramas mientras nos hacíamos camino
donde no había.
Tras sorprendernos con la lluvia de cenizas que ensombreció el arrebol en el cielo nos dimos cuenta de que apenas quedaban unos minutos de luz, sin embargo en vez de volver sobre nuestros pasos seguimos caminando hacia adelante esperando encontrar una salida. Bastó avanzar unos cuantos metros: subimos por una ladera, te sentaste en una roca, yo seguí de largo un poco más y todo quedó momentáneamente en penumbras. Recuerdo tu expresión de cansancio mientras te atabas los cordones de las zapatillas, a la espera de que te entregara una botella con agua. “Deberíamos volver ¿no crees?”¸ escuché de pronto. “Me da miedo caminar así”. Ya no podía verte, pero no necesitaba hacerlo para encontrarte. Me acerqué lentamente a tu roca tanteando con cuidado sobre el pedregoso terreno en el que estábamos y afirmándome de algunas ramas. “¿Estás cerca? No te veo”, murmuraste con ligero aire de tristeza. Me deslicé a tu lado y a pesar de estar a centímetros de distancia seguía sin poder distinguir tu silueta la cual yacía disuelta entre miles de sombras. Alcé mis manos confiando en el instinto y logré tocar tus mejillas. Besaste mis nudillos y suspiraste. Estábamos tan cerca respirando los aires que exhalaba el otro que decidí recorrer con delicadeza cada contorno y pliegue de tu cuerpo con mis manos sucias de tierra, lo conocía tan bien que pude verte con mi tacto. Estiré mis labios hacia los tuyos, tú lo hiciste al mismo tiempo y torpemente en medio de la oscuridad nos besamos. Ni las hojas secas pegadas en nuestro pelo, ni el canto incesante de los grillos, ni el olor a humo cada vez más espeso nos distrajo de ese íntimo instante. De pronto, tal y como se revela una fotografía, tu rostro comenzó a aflorar en medio de la oscuridad, mucho antes que nuestros ojos se acostumbrasen a ella. Tu piel morena, aromas seductores y el brillo incesante de tus ojos era todo lo que necesitaba, nada más, incluso ante todo lo que estaba por suceder.
La luz cálida que iluminaba tus rasgos y los míos venía desde lejos quemando con rabia los árboles y transformando el refrescante perfume de los boldos en aire áspero y caliente. Nos levantamos y corrimos desesperados hacia todas las direcciones posibles pero el fuego nos rodeaba, no había escape. Tan pronto como nunca imaginamos nuestros cuerpos terminarían abrasados despiadadamente como todo el bosque.
parque los pinos |
Tras sorprendernos con la lluvia de cenizas que ensombreció el arrebol en el cielo nos dimos cuenta de que apenas quedaban unos minutos de luz, sin embargo en vez de volver sobre nuestros pasos seguimos caminando hacia adelante esperando encontrar una salida. Bastó avanzar unos cuantos metros: subimos por una ladera, te sentaste en una roca, yo seguí de largo un poco más y todo quedó momentáneamente en penumbras. Recuerdo tu expresión de cansancio mientras te atabas los cordones de las zapatillas, a la espera de que te entregara una botella con agua. “Deberíamos volver ¿no crees?”¸ escuché de pronto. “Me da miedo caminar así”. Ya no podía verte, pero no necesitaba hacerlo para encontrarte. Me acerqué lentamente a tu roca tanteando con cuidado sobre el pedregoso terreno en el que estábamos y afirmándome de algunas ramas. “¿Estás cerca? No te veo”, murmuraste con ligero aire de tristeza. Me deslicé a tu lado y a pesar de estar a centímetros de distancia seguía sin poder distinguir tu silueta la cual yacía disuelta entre miles de sombras. Alcé mis manos confiando en el instinto y logré tocar tus mejillas. Besaste mis nudillos y suspiraste. Estábamos tan cerca respirando los aires que exhalaba el otro que decidí recorrer con delicadeza cada contorno y pliegue de tu cuerpo con mis manos sucias de tierra, lo conocía tan bien que pude verte con mi tacto. Estiré mis labios hacia los tuyos, tú lo hiciste al mismo tiempo y torpemente en medio de la oscuridad nos besamos. Ni las hojas secas pegadas en nuestro pelo, ni el canto incesante de los grillos, ni el olor a humo cada vez más espeso nos distrajo de ese íntimo instante. De pronto, tal y como se revela una fotografía, tu rostro comenzó a aflorar en medio de la oscuridad, mucho antes que nuestros ojos se acostumbrasen a ella. Tu piel morena, aromas seductores y el brillo incesante de tus ojos era todo lo que necesitaba, nada más, incluso ante todo lo que estaba por suceder.
La luz cálida que iluminaba tus rasgos y los míos venía desde lejos quemando con rabia los árboles y transformando el refrescante perfume de los boldos en aire áspero y caliente. Nos levantamos y corrimos desesperados hacia todas las direcciones posibles pero el fuego nos rodeaba, no había escape. Tan pronto como nunca imaginamos nuestros cuerpos terminarían abrasados despiadadamente como todo el bosque.
“¿Qué hacemos? Vamos a
morir acá, no debimos venir hoy”, exclamaste. Inútilmente intentamos apagar
las llamas que ardían frente a nosotros y a pesar de que lo logramos tras ellas
se acercaban más y más como si de olas se tratara. Maldecimos, gritamos al
cielo entre llantos. Nunca pensamos que aquel día terminaría así, pero los nunca ocurren y sorprenden y los siempre en algún momento dejan de
ocurrir. Dejamos nuestras mochilas a la deriva y nos abrazamos tan fuerte como
pudimos con los ojos cerrados, siendo uno los dos, esperando lo inevitable. La
temperatura subía tan rápido que nos agotábamos de solo pensar pero inesperadamente,
cuando ya el fuego estaba casi encima de nosotros y el aire nos quemaba los
pulmones, el tiempo se detuvo.
Allí estábamos tú y yo otra vez caminando por veredas olvidadas una tarde
soleada de abril después de una larga espera, recorriendo lugares que nunca
imaginé conocer y nada hubiese sido tan sorprendente de no ser por tu compañía.
Nos besábamos infinita y tímidamente, nuestras manos se rozaban y nuestros
dedos se amarraban. Reíamos y conversábamos hasta que ya no había de que conversar.
Te recuerdo así, con el pelo al viento sentada en una banca rodeada de flores, con
la felicidad brotando por los poros, con tu cabeza apoyada en las manos cuidando
la perfección de tu sonrisa, escondiendo ese diente que tanto te incomodaba
mientras esperabas con ansias que te tomara una foto.
Abrimos los ojos y entre lágrimas me dijiste que me amabas. Te besé por última vez antes de desvanecernos en el fuego y hacernos parte del aire.
Abrimos los ojos y entre lágrimas me dijiste que me amabas. Te besé por última vez antes de desvanecernos en el fuego y hacernos parte del aire.
Para Carolina Andrea.