sábado, 12 de noviembre de 2011

Sirena


Extraña noche de enero. Las estrellas observan expectantes nuestros cuerpos inmóviles ante el resplandor de la incandescente fogata que se levanta justo en frente de nosotros. Las llamas rojas, y a ratos amarillas, nos arrastran a nuevos pensamientos, a misteriosas corrientes de las cuales es difícil escapar, ya que cada acto nos atrae más y más al desconocido río de lo prohibido y de la imprevista ignorancia.
El agua amenaza con llegar hasta donde estamos pero luego retrocede atraída hacia el horizonte por una fuerza mayor. La arena intenta desesperadamente embutirse en cualquier orificio siendo cada vez más insoportable. La chica rubia de jersey rojo dice que es algo inevitable, que es el precio por estar acá.
Nadie sabe nada. Nadie sabe si lo que hacemos es correcto. Nadie sabe si escondernos de los demás traerá más emoción a nuestras inhóspitas vidas. Nadie sabe siquiera si los vagos espejismos del futuro, que nos llegan cuando la oscuridad de la noche nos impide dormir, son una breve advertencia de las consecuencias que nuestros actos desmedidos nos traerán algún día. No sabemos nada.
Nuestras miradas permanecen inmóviles ante el espectáculo que nos ofrecen las danzantes flamas de fuego hasta que, sumida en las opacas sombras nocturnas, la chica rubia con jersey rojo destapa una botella. La de chaqueta negra la sigue y comienza en alboroto. Las voces se oyen más fuerte, los movimientos son más bruscos, los pensamientos y frases son más intensos y mi cabeza se hace un revoltijo.
El tiempo corre lentamente, calmo y sereno. Pasan los segundos, los siglos, la vida entera frente a mis ojos enamorados del alegre color de un abrigo que yace tirado en el suelo. No me inmuto.
Pienso que la rubia de jersey rojo comenzó a matarme aquella noche. Comienzo a odiarla, también a las bromas incesantes, a las risas burlescas, los vómitos, el sexo desmedido y la incomprensible necesidad de que todos quieren seguir a pesar de los peligros.
Un calor intenso recorre mi pecho y mi cabeza frunciendo mi ceño y obligándome a apretar los puños. La ira me invade. Estoy limpio.
Oigo sus voces fundirse con el estallido de las olas; oigo una botella destaparse; oigo un estruendo; oigo como la arena se desplaza sin levantar sospecha; oigo su voz deslizarse desde mi oreja izquierda hasta el centro de mi psique, lo que me provoca incertidumbre.
<< ¿Se habrá confundido de persona? ¿Sabe que me habla a mi?>>
No sé cómo seguir la conversación, soy nuevo en esto pero ella de forma involuntaria me obliga a hacerlo.
<<Nademos>>, me dice, con la voz entorpecida y con su mano apoyada en mi hombro.
Me siento enfermo. Siento que me mostrará algo por lo que he esperado mucho tiempo.
Acepto su invitación y la sigo hasta la orilla, donde el agua fría trata de imponerme una barrera, un cartel de advertencia, un alto. Ignoro cualquier obstáculo y salgo detrás de ella como un perro, levantando arena, aplastando el abrigo de color bonito y dejando mis huellas marcadas en cada trecho que recorro como una señal de ayuda por si tardo en volver de la expedición en la que me adentro junto a ella.
El agua acaricia mis pies suavemente y reflexiono si estoy haciendo lo correcto, pero ella me hace señas con la mitad de su cuerpo sumergido. No puedo resistirme.
Entro a rutas desconocidas, aguas negras y misteriosas. Mi cuerpo ruge:
<< ¡Está fría!>>.
Ella lanza una diminuta carcajada.
Miro atrás y veo a los demás chicos seguir la fiesta sin mí. Es como si nunca les hubiera acompañado. Siento que no hay más opción, siento que estoy solo frente a ella y su mirada acosadora.
Prosigo con mi aventura. Hundo lentamente mi cuerpo y luego salto para tratar de entrar en calor. El frío desaparece rápidamente a medida que me acerco a su cuerpo rebosante de misterio. Cuando estoy a solo metros de alcanzar su brazo extendido, ella se aleja de a poco engendrándome más deseos de abrazarla y nunca más dejarla ir.
Mis pies tocan a duras penas el suelo y me veo obligado a flotar e impulsarme para seguirla.
<< ¿Dónde me llevas?>>, pregunto, tan ingenuo como un niño.
<<Quería comprobar algo. Quería saber si habías aprendido a ser paciente>>, me responde.
Se aleja más y más nadando de espaldas, siendo parte del agua como una sirena. La sal roza mis labios y la veo demasiado lejos para seguir. Miro atrás y el solo imaginar el hecho de llegar a la orilla se me hace imposible.
<< ¡Espera!... ¡hey!>>, grito.
Solo veo su mano alzada haciéndome señas.
Trato de tocar fondo, pero este no existe. Y de pronto, tan rápido como una bala sale de una pistola, a mi mente llega el recuerdo decisivo, desesperante y letal que hace aterrizar mi vulnerable cabeza: nunca aprendí a nadar. He llegado muy lejos
<< ¡Hey! ¡Espérame! ¡No… no puedo… no puedo nadar!>>.
Mi corazón se acelera y mis brazos salen disparados de un lado a otro pidiendo ayuda. Mis piernas se agitan tratando de inventar o recordar algún movimiento lógico para mantenerme a flote. Todo es inútil.
Olas y viento son los últimos susurros que me ofrece la vida antes de oír mi sentencia.
<<No has aprendido a ser paciente>>, dice a lo lejos.
Yo grito y grito hasta más no poder mientras el agua salada penetra por mi boca y nariz llenando mis pulmones y hundiendo mi cuerpo en las espeluznantes corrientes desconocidas del mar nocturno. En mi último esfuerzo por sobrevivir logro ver como los oscuros ojos de aquella sirena se funden con las sombras de la noche y concluyo que todo ha terminado.



Para ti, again.-